USAR Y TIRAR. Obsolescencia programada
“Ya no fabrican las cosas como antes” decían nuestros abuelos… Y es que la mayoría de las cosas que compramos tienen una esperanza de vida… un ciclo de vida del producto, según el lenguaje más técnico de las empresas, predeterminado. En algunos casos debido a chips que predeterminan el número de horas o veces que ha de funcionar un producto y en otros debido a la baja calidad de los materiales usados en su fabricación. Y esto es algo que las grandes compañías vienen haciendo desde mediados del siglo XX, cuando un cartel ínternacional de fabricantes de bombillas decidió que, para mantener el nivel de consumo, las bombillas que se fabricaban en el mundo debían durar menos. Hoy por hoy, los consumidores somos los primeros en desechar los productos por una necesidad creada de tener “lo último”. Estamos condicionados por el mercado, la publicidad… La sociedad y el sistema en general está basado en este concepto de usar y tirar. ¿Somos víctimas o verdugos?
¿Qué es la obsolescencia programada?
La obsolescencia programada es un proceso por medio del cual los productos de consumo dejan de funcionar o se vuelven obsoletos al cabo de cierto periodo. El término fue acuñado en 1932 y se concibió como un medio para terminar con la crisis de la Gran Depresión.
Según Benjamín Sierra, Profesor de psicología básica de la Universidad Autónoma de Madrid y experto en psicología del comportamiento del consumidor, “es una estrategia de comercialización orientada a incrementar la frecuencia de compra del producto. A menor vida de éste, mayor probabilidad de tener que repetir la compra”.
Antecedentes
En 1933 el neoyorkino Bernard London enunció la teoría de obsolescencia programada, aconsejando al gobierno a obligar a los productores a adoptarla por ley, tratando a su vez de seducir al consumidor mediante publicidades que le indujeran a comprar por comprar, haciéndole buscar la felicidad y la libertad a través del consumo ilimitado, creando así un consumidor infinitamente insatisfecho.
En 1933 el neoyorkino Bernard London enunció la teoría de obsolescencia programada, aconsejando al gobierno a obligar a los productores a adoptarla por ley, tratando a su vez de seducir al consumidor mediante publicidades que le indujeran a comprar por comprar, haciéndole buscar la felicidad y la libertad a través del consumo ilimitado, creando así un consumidor infinitamente insatisfecho.
Sin embargo, el concepto fue populari-zado en 1954 por Brooks Stevens, un industrial americano que usó el término como título para una conferencia publicitaria en Minneapolis en 1954. Para Books, la obsolescencia programada “Inculca al comprador el deseo de poseer algo un poco más reciente, un poco mejor, un poco más pronto de lo que es necesario”.
Tras la Segunda Guerra Mundial, cuando la economía estadounidense está recuperada, gracias a la economía y producción de guerra, en el momento en que Brooks acuña definitivamente el concepto, el consejo de asesores económicos del presidente Eisenhower declara que “el propósito último de la economía americana debe ser el producir más bienes de consumo.” No se necesitan productos duraderos que saturen y estanquen los mercados, se necesitan productos desechables para que el mercado pueda perpetuarse.
El Cártel Phoebus
En 1881, una bombilla desarrollada por Tomas Edison duraba 1500 horas. Treinta años después, los ingenieros consiguen alargar la vida de las bombi-llas hasta las 2500 horas. Sin embargo, a principios de los años 20, los grandes fabricantes se dieron cuenta de que, si ofrecían un producto que durara muchos años, la gente no necesitaría bombillas con una frecuencia rentanble para sus neocios. De esta forma, en 1924, se creó, de manera soterrada, el Cártel Phoebius, que agrupaba a los principales fabricantes de Europa y Estados Unidos, y que pactó u obligó a limitar la vida útil máxima de las bombillas eléctricas a 1000 horas, creando un filamento luminiscente que, al cabo de cierto tiempo, se rompiera, de modo que el consumidor tuviera que seguir comprándolas con la frecuencia suficiente para mantener vivo el sistema.
En 1881, una bombilla desarrollada por Tomas Edison duraba 1500 horas. Treinta años después, los ingenieros consiguen alargar la vida de las bombi-llas hasta las 2500 horas. Sin embargo, a principios de los años 20, los grandes fabricantes se dieron cuenta de que, si ofrecían un producto que durara muchos años, la gente no necesitaría bombillas con una frecuencia rentanble para sus neocios. De esta forma, en 1924, se creó, de manera soterrada, el Cártel Phoebius, que agrupaba a los principales fabricantes de Europa y Estados Unidos, y que pactó u obligó a limitar la vida útil máxima de las bombillas eléctricas a 1000 horas, creando un filamento luminiscente que, al cabo de cierto tiempo, se rompiera, de modo que el consumidor tuviera que seguir comprándolas con la frecuencia suficiente para mantener vivo el sistema.
Este es uno de los ejemplos más claros de la práctica habitual de fabricar productos con una vida útil predeterminada, cuando realmente la tecnología permitiría darles una vida muchísimo más larga. Y la prueba más palpable de esto, es la existencia de una bombilla en una estación de bomberos de Livermore, California, fabricada antes de esta decisión y que lleva funcionando desde 1901 de manera ininte-rrumpida. Esta prueba “viviente” puede verse a través de una webcam en la pág. http://www.centennialbulb.org/cam.htm. Curiosamente, desde que la bombilla puede verse online ya han tenido que cambiar la cámara que la observa en dos ocasiones.
La obsolescencia programada se vuelve cada vez más sofisticada. Muchas marcas, no conformes con fabricar productos de baja calidad y rápidamente perecederos, recuerdan constantemente que es imprescindible cambiar esos productos por otros nuevos para poder garantizar la eficacia de los mismos. Por otra parte, los fabricantes de productos como ordenadores, cámaras digitales o móviles, por poner algunos ejemplos, no sólo fabrican productos casi obsoletos en el momento en que los compramos sino que, ni siquiera nos ofrecen la posibilidad de sustituir piezas para repararlos, prolongar su vida o alcanzar a los nuevos modelos. Es más rentable, por supuesto, para el productor y más barato, en muchos casos, para el consumidor comprar uno nuevo. Además se lanzan al mercado constantemente nuevos software, ya diseñados en el momento de lanzar los anteriores, que no soportan nuestros “viejos” dispositivos.
Los productores de ordenadores, cámaras digitales, móviles…, no sólo fabrican productos casi obsoletos en el momento en que los compramos sino que, ni siquiera nos ofrecen la posibilidad de sustituir piezas…
Obsolescencia y consumismo
Otro ejemplo de obsolescencia programada lo tenemos en el del gigante del automóvil Ford. Su famosísimo Ford T, un éxito para la industria automovilística americana de los años veinte, tenía un gran inconveniente, se fabricaba para durar. General Motors, el gran competidor de Ford, se dio cuenta de que si no era capaz de superar el nivel que los ingenieros de Ford le habían dado al motor del modelo T, debería fijarse otros objetivos. De esta forma se centró en el diseño durante la producción de sus coches, unos diseños que iban cambiando frecuentemente, más modernos, más audaces, más cómodos, que inducirían a la gente a querer cambiar de coche con más frecuencia. La duración y calidad del motor perdería entonces importancia frente a la necesidad por parte del consumidor de adquirir un modelo nuevo antes de que el anterior llegue a estropearse.
Y esta es una de las vertientes más interesantes de la obsolescencia programada… La sociedad de consumo nos impulsa a la compra compulsiva. El consumismo es el gran pilar donde se apoya el sistema, sin reparar en la sostenibilidad. Hay que poseer el último coche, el último móvil, el último ordenador y es aquí donde queremos incidir en las siguientes líneas de este reportaje.
Hemos entrevistado a diferentes expertos para situar la obsolescencia programada y comprender los mecanismos del consumidor, las consecuencias en el medio ambien- te o las posibilidades del sistema si no introdujeran los fabricantes estas “taras conscientes” en sus productos.